Historia: El día que comí a solas con Ferdinand Piëch 



Por Raymond Blancafort.

En esta vida hay momentos inolvidables, momentos de esos que Joan Manuel Serrat glosó en su canción ‘Aquellas pequeñas cosas’, recuerdos que muchas veces están escondidos y que reaparecen cíclicamente para volvernos a emocionar con instantes que ya no volverán… y por los que nos sentimos orgullosos, satisfechos o felices por haberlos vivido.

Y uno de ellos fue, sin duda, mi comida a solas con el Dr. Ferdinand Piëch, una comida improvisada, fruto del azar. Breve e improvisada… ¡pero inolvidable!

Fue en una presentación de Audi. No recuerdo ahora el modelo, ya hace muchos años de eso. Piëch era un grande en el grupo pero todavía no era el gran capo de Volkswagen. La ruta de pruebas de la presentación nos llevó a un pequeño restaurante de montaña para un ligero buffet. Las mesas eran pequeñas, máximo dos, tres comensales. Por casualidad me quedé solo, quizá porque estaba absorto en mis cosas.

Ya había llegado a la mitad de mi plato cuando en el comedor entró, imponente, Ferdinand Piëch. Su imagen inspiraba respeto, acatamiento. Me lo hubiera podido imaginar como la de un aristócrata general prusiano. Y el único sitio libre estaba en mi mesa. Se presentó y se sentó.

¡Apuro! ¡Alarma! Mi inglés de entonces no era mejor que el que tengo hoy –es ‘poken english’ el que sé, muy ‘poken’ más bien–, pero me tranquilizó: “Hablemos en francés”, dijo cuando me excusé.

No hablamos del coche de la presentación, sino de sus coches. Yo le dije que me asombraba el Audi Quattro, pero que pensaba que el Porsche 917 era su mejor coche. “No, mi mejor coche fue el Porsche 909 Bergspyder. ¡pesaba sólo 350 kilos!”, me dijo. Comenzó a hablarme de él y pude seguir porque yo había visto correr y había tocado ese Porsche en la Subida al Montseny.

Y lo entendí: Piëch sintonizaba con la frecuencia de Colin Chapman o Gordon Murray: no faltan caballos, sino que sobran kilos.

Era un tipo espectacular, increíble. Auténtico ‘monomaníaco con sentido de misión’. Y sus anécdotas eran terribles. No tan conocidas como las de Enzo Ferrari, pero siempre más intensas. Algunas de ellas reflejan el temor reverencial que por él sentían quienes trabajaban a su alrededor. Otras, su minuciosidad y obsesión por la perfección.

Cuando era el director general de Volkswagen tenía un hombre de confianza que deambulaba por las cadenas de montaje de Wolfsburgo. Seleccionaba cada día una decena de coches al azar entre los que salían de la cadena. Puntualmente, por la tarde partía la caravana de coches en dirección a la residencia de Piëch, a unos 100 kilómetros de la ciudad. Cada 10 kilómetros se paraban y el Dr. Piëch en persona saltaba de volante en volante para conducirlos todos, para probarlos y comprobar que se comportaban tal como debían.

Dicen que el día más temido por los responsables de los Centros Técnicos del Grupo era cuando Piëch iba a Laponia, a los test de invierno para probar personalmente los futuros modelos de serie. Ese día podía ser de ascenso o de cadalso. Tenía un control total sobre lo que sucedía en el grupo.

Cuando fichó como sucesor a Bernd Pischetsrieder, ex director general de BMW, le llevé una sorpresa. No lo hubiera imaginado nunca, sobre todo después de que Pischetsrieder saliese por la puerta de atrás de la firma bávara por las pérdidas que supuso la compra de British Leyland. Circulaba por entonces el rumor que lo que Bernd quería era simplemente resucitar a Mini, un coche creado por su adorado tío-abuelo Sir Alec Issigonis.

La razón, sin embargo, estaba ahí: Piëch honró así a uno de los pocos rivales que le habían ganado una partida. Piëch quiso comprar Rolls-Royce y evitar que BMW se pudiera hacer con ella. Pischetsrieder tenía tratos con la sección de aviación de Rolls-Royce y descubrió que el nombre pertenecía a ésta, de modo que compró los derechos para automoción. Piëch se encontró con el propietario de la fábrica Rolls, pero no pudo utilizar su nombre. Tuvo que llegar a un acuerdo: Volkswagen se quedaría con Bentley y Rolls-Royce sería para BMW.

Quizá fue así como consiguió la rocambolesca jugada de evitar que Porsche comprara Volkswagen y que fuera Volkswagen quien comprara Porsche. Algo que resulta complicado de explicar si tenemos en cuenta que Porsche Holdings era la accionista mayoritaria de Volkswagen –53%– y que, a su vez, los Piëch y sus primos, los Porsche, eran propietarios de este Holding y de Porsche. Son cosas de familia.

Fue su admiración por Ettore Bugatti la que le llevó a comprar la marca a Romano Artioli. No fue sólo eso, sino que quiso hacerlo con estilo: adquirió asimismo el castillo en el que Ettore recibía a sus clientes para entregarles sus automóviles y convertirlo en la sede de la marca.

Y proyectó el coche más salvaje jamás construido hasta la fecha: el Bugatti Veyron. Monstruoso por motor, un W16 cuadriturbo de 1.000 caballos, con tracción a las cuatro ruedas y más de dos toneladas de peso. Lo opuesto al sencillo y ligero Bergspyder. Adorado y admirado por el público, pero ‘contra natura’ de lo que debe ser un deportivo. Un sueño ruinoso –dicen que se perdía mucho dinero con cada coche– que le permitían los accionistas del Grupo porque sus aciertos merecían ese detalle.

A mí, el Bugatti Veyron siempre me pareció un monumento a modo de pirámide de faraón. Monstruoso a la vez que impactante. O quizá el gran monumento fuese ese Bugatti La Voiture Noire que se presentó en Ginebra de este mismo año, un ejemplar único que se dice que vale más de 16 millones de euros y que habría sido fabricado para él.

©Raymond Blancafort (2019)
Texto aparecido también en www.soymotor.com

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